Cómplices

Lunes 1 a domingo 7 de julio de 2013

Lunes 1. Por muy cansado que sea subir, la recompensa, tras alcanzar la meta, alivia del esfuerzo. Sin embargo, todo es tan efímero… Cuando llega el instante del destronamiento, el camino de descenso suele ser un suplicio, y, mucho más, si alrededor se empieza a escuchar el griterío de quienes esperaban este momento para actuar como lo que son, buitres o hienas.

Martes 2. La historia de la Unaria Ediciones va a ser la historia de un empeño personal y apasionado; pero, además, va a ser la historia de la lucha contra la inmoralidad y ambición del poderoso que se cree en derecho de hacer daño por hacerlo, con ese apetito voraz, insaciable… Gula, esto sí es gula: un apetito desmedido y desordenado.
Tras la tercera resolución administrativa (sobre la que no me pronuncio), la dirección de la editorial la acata sin apelación, y se apresta a emprender un nuevo rumbo. La dirección de la editorial, con la sabiduría y el pragmatismo que le caracteriza, entiende que las energías no se deben dilapidar en según qué cosas.
Bien. ¿Bien? Es igual, se acata.
El poderoso, no conforme con haber alcanzado éxito en su pretensión inicial, decide dar un paso más buscando la humillación, decide demostrar que nadie puede ocupar su territorio en varios kilómetros a la redonda. Más aún, decide que los frutos obtenidos en aquel otro solar —mientras la legalidad daba la razón a la primera época de lo que hoy es UNARIA— también les pertenecen…
[¿Cuántos libros de poesía ha editado quién dice sentirse ofendido porque un nombre era similar a otro nombre, por más que todos sabemos leer y por tanto distinguimos desde hace años la ‘o’ de la ‘a’ y de la ‘i’…? ¿Recuerdan: La eme con la a, ‘ma’, la eme con la u, ‘mu’...? Desde entonces, todos sabemos que ‘ma’ es distinto de mu. ¿Fácil, verdad?]
Ella, Amelia, busca concretar un sueño, lanzarse a semillar ilusiones y alternativas en estos tiempos en que la verdad y lo esencial del ser humano son asediados sin cansancio. Y para ello elige un camino extraño: editar poesía, libros de relatos, literatura infantil. Y esto —piensa el poderoso dios vengativo ajeno a los libros de poesía y ajeno a los libros de relatos— es peligroso, muy peligroso. ¿Cuándo se ha visto que un tirachinas pueda derrotar a un tanque bien equipado y con su dotación alerta?
En esta etapa de su existencia, uno busca silencios, uno busca contemplar cómo crecen las amapolas al borde del camino y escuchar el latido de su corazón, apenas nada más. Para ello tiene que encontrar un tiempo propicio, que nunca llega o siempre se demora por diferentes razones. Por ello escoge abandonar tantas cosas que quizá no debiera abandonar, si en algo estimara eso que llaman los enterados proyecto personal. Se aleja de muchas conversaciones y planes en que quizá debiera participar, pero sabe que, en el fondo, tampoco eso es imprescindible, pues nadie lo es, y menos él, aunque todos seamos necesarios.
Sin embargo, acaban llegando los ecos de las desproporciones con olor pestífero a injusticia. Ya no importa ese sosiego, la búsqueda de ese silencio.
Y se harta de Goliat.
Siempre acabamos del lado de David.
En esta ocasión, además, me siento aludido, pues soy una parte del sueño. Aunque sólo ocupe un centímetro del proyecto, ahí también está mi participación. Poco significativa, es cierto, pero está. En las ínfimas medidas de mis posibilidades, pondré mi brazo a trabajar porque Unaria Ediciones continúe avanzando, porque este incidente sólo implique chapa y pintura, porque con el nuevo aspecto de la carrocería el nuevo proyecto alcance a más corazones.

Miércoles 3. Blas de Otero vino a decir que escribir no es inventariar, sino inventar. Él, que ha sido reducido y simplificado por los manuales de literatura del bachillerato a la única categoría de ser uno de los principales representantes de la poesía social española de los años cincuenta, también dejó escrito, por ejemplo:
«Estoy sentado a la puerta del palacio de Orozco, viendo pasar mi entierro. Lo llevan a hombros cuatro hombres invisibles. Lo estoy mirando pasar con toda serenidad, algún día tenía que ser, así, sin chanfainas de ningún tipo, arropándome la tierra madre, la que brotará hierba y sobre la que descenderá la lluvia desmenuzada, como yo, de mi pequeña patria.
Pero antes de morirme quier echar mis versos al fuego. »
(De Historia (casi) de mi vida. Editada ahora en Obra Completa de Blas de Otero, Galaxia-Gutenberg, Madrid 2013, Pág. 967)
¿Por qué el ser humano se mueve en torno a las clasificaciones reduccionistas? ¿Por qué continuamente fabrica celdillas donde encasilla todo y a todos de modo breve y simple, por tanto incompleto…?
Vivimos tiempos, desde hace lustros, en que acrece la sensación de prisas, aceleración, aturdimiento, superficialidad, velocidad, titulares, micros, cortos, ligereza (no me da la gana de escribir light), lemas (no me da la gana de escribir eslóganes), uniformes… El término, concepto o idea de globalización ha degenerado en algo que nada tiene que ver: la imitación por vía de imposición de pensamientos, costumbres, gustos y aficiones del chérif del Imperio. Es verdad que hay más medios de comunicación, pero sólo en número y en intensidad del vocerío de sus consignas, no en calidad o pluralidad de opiniones. Se proclama eficacia, pero sólo se busca eficiencia aparente.
¿Nos levantaremos un día y comprobaremos, al mirarnos al espejo, que nuestro rostro se ha abreviado tanto que somos, ni siquiera caricatura, sino emoticón de los que se usan para expresar estado de ánimo dentro de una conversación electrónica?
Suspiro por los matices, las diferencias, el tiempo disfrutado con sosiego, el detalle que distingue a uno de otro —incluso de sí mismo a veces— y el mundo parece que se afana en modas y coreos unísonos de estribillos, a ser posible cortos, livianos en fondo y forma, y de fácil retentiva.
Reivindico la necesidad, no sólo de la discrepancia —que se da por descontada, incluso en un sistema político tan paupérrimo como esta partitocracia de nuestras entretelas—, sino a la concordancia puntual en el ámbito de la diferencia genérica, y al desacuerdo esporádico en el recinto de la pertenencia al mismo grupo. En suma, reivindico mi derecho a la libertad de opinión siempre y en cada caso, y que no por ello se me juzgue como veleidoso o inmaduro o chaquetero o perteneciente a la especie de las veletas.
Quiero proclamar que el ser humano —es decir cada individuo— no se resume en una frase, salvo que en exclusiva se anoten datos absolutamente objetivos, o sea los que figuran en el registro civil: nombre, apellidos —en su caso alias, mote o sobrenombre—, lugar y fecha de nacimiento, lugar y fecha de muerte, si es que ésta se ha producido, etcétera. Todo lo demás siempre es matizable, incluso cuestionable e interpretable.
Proclamo, en fin, mi derecho a contradecirme, a desdecirme, a matizarme, a convertirme en crítico de mí mismo y de mis miserias, incluso de mis glorias. Es decir a admitir el cambio y la evolución como prueba de que soy humano, simplemente humano, nada más que humano…, nada menos que humano.

Jueves 4. Apenas tengo fuerzas y ánimos para escribir hoy dos líneas en este cuaderno electrónico —en parte también cibernético— que aspira a ser álbum de palabras para el recuerdo de los latidos que acompasaron (o descompasaron) mi caminar diario.
Esta sensación me la deja la propia tarea. Ahora que es casi media noche, tras dos horas largas, siento que ha sido un esfuerzo probablemente inútil. Y me planteo, ¿hasta dónde debe uno rescribir sus propios textos?
Es sabido que algunos escritores —sobre todo poetas— casi nunca estaban satisfechos respecto de sus poemas. Cada vez que emergía ante sus ojos uno de ellos, acababan por meter el lápiz o la pluma; y casi nada les importaba que ya estuvieran impresos en alguna edición.
Cuando estoy embarcado en la aventura de la escritura (la primera versión del libro o el manuscrito, para entendernos) no puedo detener el paso, pero en muchas ocasiones me doy cuenta de las partes que habrán de ser modificadas, la mayoría de las veces por la estricta necesidad de aplicar régimen de adelgazamiento; pero por alguna razón, que denominaré impaciencia por no empezar con otra digresión, sigo adelante, siento que debo seguir adelante.
Lo malo no es la primera corrección, pues normalmente esas intuiciones del principio son exactas; en tal caso el adelgazamiento (o total amputación) no supone mucho esfuerzo, sobre todo mental. Lo malo es lo que viene después, esas cuestiones que uno creía necesarias y que de pronto comprueba que son sobrepeso, o adherencias detestables, o constata que aquello que se creyó brillante es, sin más, desdeñable. Pero esto suele traer consecuencias, porque la liposucción de una porción de texto, de pronto, implica una amputación más atrás, lo que a su vez, significará alguna alteración más adelante. A veces me ha sucedido que un fragmento, que creí esencial, ha acabado en apenas una sombra; una sombra que, incluso, sólo permanece en el texto por respeto a la memoria del esfuerzo y el placer que sentí cuando lo escribía, aunque al lector posterior —y ajeno al proceso— no sólo le sorprenda o le despiste, sino que le moleste.
¿Y si esto sucede con el autor que años después se enfrenta a su texto, no como mero lector ocasional, sino como jardinero armado con podadora?

Viernes 5. Salvo por una cuestión crematística, no entiendo cómo es posible que algunos se pasen buena parte de su tiempo formando parte de jurados literarios. Deberían poner en su deneí, profesión, miembro de jurados literarios. También podría ser que tienen tendencias sadomasoquistas, sobre lo cual no tengo nada que reprochar, siempre y cuando, como dice un amigo, no salpiquen: o sea, que no conviertan en infierno la vida de otros que no participan de tales gustos.
Siempre que tengo que tomar alguna decisión que signifique elegir unos frente a otros, porque los hay mejores, me asalta esta sensación. Sobre todo porque en muy pocas ocasiones hay una creación que despunte por encima de otras de modo descarado; o dicho al contrario, porque casi siempre tengo la impresión de que hay un número de creaciones que descarto sin muchas razones, por algo meramente intuitivo o visceral. A todo lo cual habría que añadir que en literatura el criterio del gusto personal suele tener más peso que el de calidad, una vez que ésta ha alcanzado un listón mínimo que, más o menos, todos tenemos asumido. Por principio general estoy en contra de estas competencias, sin embargo, también comprendo que en muchas ocasiones son el mejor recurso —acaso el único— para que un proyecto salga adelante.
Siempre que puedo, rechazo ser jurado, pero a veces no puedo ni debo. Durante el plazo habilitado para la presentación de originales, deseo que éstos no sean muchos (vana ilusión), porque sé que llegará el día en que tendré que arremangarme.
Al final, una vez tomada una decisión, pienso muy poco en los que tienen algún galardón, o el galardón, por el contrario, mi cabeza se queda con los otros que, quizá, a poco que me hubiese fijado, podrían haber ocupado aquel lugar, y se han quedado fuera. Sólo me tranquiliza algo comprobar que mi opción u opciones ha sido igual o semejante a la del resto de jurados. En tal caso, mi respiro se alivia. A pesar de ello una sombra densa y poderosa queda en mi conciencia, siempre: ¿Mi hipermetropía habrá descartado el trabajo de alguien que debiera estar y, de paso, habrá dañado a esa persona?

Sábado 6. He abierto el ordenador para embarcarme en el silencio de esta casa, ahora que son apenas las siete y media de la mañana, y regresar otro día más a ese poema que en los últimos días anda en proceso de remodelación integral, aprovechando que la mente está ligera tras un reparador descanso, y aún el calor no es martillo que golpea la piel sobre el yunque ardiente.
Lo he mirado, lo he releído, lo he auscultado y tras escuchar su latido, casi su quejido lastimero, he decidido que mejor hoy no emplearé en él ni podadora ni serrucho ni tijeras ni gubia ni lima ni lija… ni siquiera un difumino. Hoy dejaré que duerma tranquilo.
Mejor aprovecharé para nutrirme con las letras de otros. Seguro que es mucho más productivo… y gratificante.

Domingo 7. Veinte. Dos décadas. Cuatro lustros. Casi siete trienios. Veinte años. Toda la vida por delante, pero ya hay huellas que duermen tras su sendero recorrido.
Sé que es lo repito cada año, pero nuestro paisaje no solo lo dibuja el fluir de un río imparable. El río también es cauce abierto y estático donde los guijarros planos sienten pasar esa agua imparable.
Cada siete de julio me asomo, no sólo al recuerdo de lo que ocurrió hace dos décadas, del que me alejo, sino a la respiración del presente que desde aquel día, más bien frío, es parte sustancial de mi vida, como el barbotar de la sangre del corazón:
Pero cuando contemplo
el fielato de plata de su risa,
resquebrajo mi melancolía,
como si no existiera
como vector inútil de una fórmula.

Siento el taconeo de luna en su risa,
siento en los anaqueles del pasado
el relámpago de su mirada nocturna
rescatando de mis pliegues
los instantes de optimismo y
de horizonte iluminado por sus dedos.