En estos tiempos celebrar es algo que no se
hace como se debiera. Estamos demasiado agobiados por un sinfín de tareas (más
o menos obligatorias), y pasamos por los acontecimientos, más que rápido, por
encima, superficialmente. Acaso esta deficiencia de nuestra época, sea otro de
los lastres que debemos a los ideólogos y militantes activos del neoliberalismo
y neocapitalismo imperantes, porque parece que cualquier cosa que evite o nos distraiga de la máxima
producción ha de ser erradicada, como si fuera una pandemia de viruela.
Tal y como lo veo, para celebrar
algo en condiciones, o sea conmemorar, festejar una fecha, un acontecimiento —según
la primera acepción del DRAE—, hay que detenerse y contemplar. Intentar ser
como un ave y cernirse sobre la cotidianidad y degustar con calma el momento.
Celebrar algo, celebrar a
alguien o celebrar con alguien está reñido con las prisas, con los relojes, incluso
con el deber. Quien acude a una conmemoración obligado a asistir, en realidad
no celebra.
A pesar de lo que pudiera
parecer a primera vista, festejar un día, un acontecimiento, requiere mucha
conciencia de lo que se está haciendo, lo que no quiere decir que haya que
tener la expresión de la cara como un palo seco.
La capacidad para la
fiesta, para la conmemoración, para juntarse más de dos personas entorno a un
acontecimiento, es una de las pruebas más evidentes del avance de las
civilizaciones. A medida que se acumulan motivos para la celebración, el ser
humano se humaniza más si cabe, porque, de algún modo, la celebración tiene
algo de abstracción, es la aplicación de una categoría de pensamiento que lleva
a unas conclusiones. Celebrar un cumpleaños es, quizá, el escalón más bajo de
las distintas celebraciones, también una de las más entrañables.
Me gusta celebrar sin alharacas
mi cumpleaños, prefiero que esta jornada sea un tiempo para la contemplación
(si uno supiera y pudiera), para el paréntesis, para hacerse un poco tierra y
dejarse empapar por el cariño de quienes le rodean, como los surcos permiten
que la lluvia penetre en sus entrañas.
En un momento de la
civilización en que avanzar en edad no gusta demasiado, me considero un bicho
raro. No me importa haber alcanzado los cincuenta. No aspiro, —nunca lo he hecho—,
al don de la eterna juventud. Quizá, por no tener esperanza en semejante
asunto, mi interior siente como hace años. Continúo con la misma cabecita de
chorlito, continúo soñando con proyectos, continúo aspirando a aprender.
Es verdad que el cuerpo
declina. Hasta ahora de modo casi imperceptible, detalles tan pequeños que,
incluso a veces mí mismo me pasan desapercibidos… Pero es precisamente ese
viaje del organismo el que menos obsesiona. No es que desprecie estos leves quebrantos. Al contrario, soy muy consciente de la importancia absoluta que tiene la salud. Sin salud el resto es, simple y llanamente, imposible.
Sin embargo, envejecer por dentro me importaría mucho más; me preocuparía mucho percibir que las arrugas de la piel —como sublimándose—
se trasladan hacia dentro e invaden el territorio inefable que unos llaman
conciencia, otros psiqué, otros alma, otros espíritu.
Allí, algunas
veces, algunos días, algunos momentos de algunos días, todavía me encuentro con
aquel niño a quien le latía el corazón a toda velocidad cuando algo le
emocionaba especialmente. Allí todavía me encuentro con el asombro ante las
nubes o las sonrisas. Allí todavía me encuentro con la capacidad para rebelarme
contra tantas cosas, aunque levante poco la voz.
Hoy es día para contemplar,
para dar gracias. Hoy hay que trazar con pulso firme un paréntesis en la
cotidianidad.
Hoy es un hito en el camino. Junto a él han situado cómodos asientos bajo la sombra refrescante y ante un paisaje que, a
pesar de algunas zonas sombrías, tiende hacia la hermosura e invita al silencio
admirado: la vida es un prodigio, siempre, y tener la suerte de disfrutarla
junto a personas a las que quieres y que te quieren, es un milagro.
Aunque sólo sea una vez al
año, semejante portento merece la contemplación sosegada. Una vez el año
conviene dar gracias por ser protagonista de un milagro.