Ayer por la tarde, mientras hablaba por teléfono
con una amiga, le decía una obviedad: el tiempo pasa y no sé en qué se me ha
ido, en qué se me va.
Sí es una obviedad, pero a mi pesar vivo instalada en ella, con la plena conciencia contradictoria de
que he de luchar contra las horas vacías, pero sabiendo que es imposible la
lectura.
Quizá el ser humano ha
cometido el error de fraccionar las zancadas del tiempo en unidades cada vez más
pequeñas, como si así fueran más manejables y asequibles, tal que si pudiéramos guardarlas en
los bolsillos, o incluso en un agenda que cabe en cualquier parte. Y se ha
encarnado en nuestra conciencia una ficción extrañísima: podemos controlar el
tiempo. Si podemos llevarlo en una muñequera, en una agenda, tenerlo plasmado
en la pared de la cocina o en un taco de sobremesa en la oficina, es que es
nuestro. Pensamos que poseemos al tiempo…
Sin embargo el tiempo nos
pasa por encima y siempre nos derrota. Como el horizonte, nunca lo
alcanzaremos. Siempre va por delante.
También pudiera suceder que
se trate de una ficción humana. O de un modo de explicar el movimiento. Quizá sólo
haya presente, un presente perpetuo que se traslada en el universo.
El caso es que —sea como
fuere—, pasan los minutos, los días, las tardes, las noches y cada vez hay más
retraso en mi vida, en mis quehaceres.
Me quedan dos soluciones.
Una es de carácter drástico,
casi bélico: desertar de este mundo paralelo, virtual y real al mismo tiempo,
llamado Internet. Aliviar incluso la duración que invierto en la escritura. Beber,
en fin, de las fuentes de quienes mejor que yo han contado y han reflexionado
sobre el mundo.
La otra medida es de carácter
opuesto, abúlica: dejarme llevar como un copito de polen, de estos cientos de
miles que ahora flotan en sobre las brisas del final de la primavera. No preocuparme
de nada. No planear nada. Dejarse ir simplemente. Hoy nada, mañana unos versos,
pasado lectura, al otro…
Y entre la decisión bélica
y la abúlica pasa la vida, pasan los días, los años (ya en el umbral que determina
medio siglo de vida).
Sin embargo (y también se
lo comentaba a mi amiga ayer por la tarde) si miro hacia atrás, quizá no sean
tan pocas cosas las hechas.
Y si miro hacia delante (y
de ello hablábamos) los proyectos aparecen, se hacen sólidos, se
concretan.
Mientras, la tarde se
cierra, bosteza con un bostezo casi de bronce. Y el sol se pone muy al norte. Tan
al norte que por este ventanal entran sus últimos destellos.